Para amortiguar sus nostalgias rurales mi abuela acumuló en casa una intimidante cantidad de animales: tres gatos negros, los perros de rigor, dos pericos, un canario, un conejo, un gallo jardinero con cuatro cónyuges y sus correspondientes pollitos, una ardilla, un pato y ciento trece ratones blancos (bueno, eso fue mi tío; trajo solo un par…). Sin ánimo de ofender a mis parientes, crecí entre animales y me opongo, como muchos, a su maltrato.
Empero, no llega mi solidaridad a los extremos del vegetarianismo que evita cercenar la vida de sus prójimos (el hermano pollo, la hermana vaca). Lo señalo sin burla: en casa también tengo un vegetariano. Ignoro no obstante qué respuesta darán a cierto tipo de disyuntivas morales: “¿Es correcto eliminar piojos y pulgas? ¿Un parásito intestinal? Se ha comprobado que las plantas sienten. ¿Es comerse una zanahoria el asesinato de una zanahoria?”.
Volviendo a mi abuela, nos inculcó la compasión a punta de terror. Al morir, para llegar al cielo –según su Biblia apócrifa– debíamos atravesar el Río Jordán. Los animalitos que hubiéramos protegido en vida nos ayudarían. Los que hubiéramos maltratado se tirarían a matar. Orugas, zancudos, cucarachas tratando de hundirme. Mi abuela, además, nos servía bistec. ¿Las vacas también cuentan, o solo son comida? Y no solo bistec: un día nos sirvió a Chepito, el gallo, luego de una aparatosa e interminable jalada de pescuezo a cargo del viejo jardinero. No comimos: lloramos. Ergo: nunca pongas nombre de pila a lo que te vas a almorzar.
Tras tanto trauma elaboré mi propia moral: querer a las mascotas, oponerme al cautiverio de animales silvestres, protestar por la explotación contra natura de los de granja. Matar pulgas y zancudos. Y comer carne (como el tigre) y pescado (como el oso). Porque primero yo y mis crías. Al fin y al cabo, yo también soy animal.